miércoles, 28 de diciembre de 2016

Cuento: Cuando los lunares cantan

Esa tarde abrí el buzón y salió volando una mariposa nocturna de grandes alas. Se posó en una begonia del jardín y revoloteó sobre la calle hasta posarse en el camión de mudanzas parqueado frente a la casa del viejo Frank. Los ayudantes del camionero desmontaron un piano negro y un baúl. Al terminar, se fueron con la mariposa sobre su techo.

Frank no recibía muchas visitas, quizá era una herencia o una compra, ese viejo está loco. La última vez que lo vi, fumaba en el portal. Entré desganado en la casa, la mariposa y el piano me habían atrapado. Una semana después, escuché decir que Frank había vendido la casa. Esa casita de tablas, de dos pisos, fue la compensación del gobierno al viejo, por haber peleado en las dos guerras. Al principio siempre estaba limpia y tenía un huerto con zanahorias y rábanos, pero después que su esposa murió, la casa comenzó a morir también.
Esa noche algo me levantó de la cama, como una mujer caliente. Una balada se coló por el tragaluz con el claro de luna. Debía ser el nuevo vecino. Cuando amaneció, tomé un pequeño almendro del patio para demostrarle hospitalidad y disimular mi curiosidad. El humo que salía de la chimenea me indicó que se había despertado y tres minutos después estaba frente a su puerta como un vendedor de artículos inútiles. La mujer me abrió antes de tocar el timbre. Soy Jack y traigo este arbolito para su jardín. Sonrió, cogió el árbol y me invitó a pasar.
La casa olía a viejo, aunque estaba vacía y la humedad del tabloncillo refrescaba el espacio. Caminé hasta la cocina siguiendo sus calcañales agrietados. Tenía los dedos largos y las manos blancas, parecía de mármol salpicado con puré de tomate. Era una mujer pecosa y alta, con el pelo como estambre. Me brindó una taza de té y me contó que era bailarina retirada y que daría clases en el pueblo. Como no me habló del piano, no le pregunté, aunque la pregunta me saltaba dentro. Le agradecí el té e inventé una excusa para que me enseñara la casa. Se negó diciendo que el piso superior aún estaba sucio. Salí buscando el piano por todas las hendijas de las puertas entreabiertas, bajo la escalera, por los rincones; solo hallé la puerta principal echándome a la calle.
Pasaron las horas y aquel día de agosto comenzó a parecer invernal. Y arriba del tragaluz empañado se retorcían las nubes grises. Otra vez las once y otra vez la balada, fría, escalofriante. Las noches siguieron, una tras otra, y a las once comenzaba el concierto, la música despertaba los muertos y dormía a los vivos, como canto fantasmal. Hasta que una mañana me despertó un ruido humano. Todos los vecinos fueron hasta su puerta, aun sin lavarse y vestirse. Le pidieron que no tocara más el piano porque provocó pesadillas a los niños. Ya sabía yo que de ese piano de cola no podía salir una sola nota viva. Parecía hecho con madera de ataúdes.
Ella negó ser pianista y dejó claro que no tenía ningún piano en la casa, invitándonos a entrar y revisar. Así fue como todos buscamos el instrumento y, efectivamente, no apareció. Las mujeres salieron maldiciendo, hasta hubo quienes pusieron la casa en venta y se fueron a un hotel. Ella se mantuvo firme, incluso alegó no haber escuchado nunca una nota de piano desde su llegada. El almendro crecía en el jardín. Esa tarde fui a casa de Walter, un camarada de Frank, y le pregunté si tenía el número de teléfono del viejo, porque necesitaba hacerle unas preguntas. Respondió que podía darme la dirección del cementerio donde lo habían enterrado dos días antes.
Esa noche esperé las once como se espera a un viejo amigo, y ahí, puntual, estaba la melodía. Lo pensé unas cuantas veces antes de cruzar la calle, frente a la casa ya estaban los Suárez y dos familias más de la esquina. Juntos derribamos la puerta, volvimos a buscar en los rincones, en cada agujero, pero esta vez no encontramos ni el piano ni la dueña. Cuando salimos al jardín aún se escuchaba la música, pero más débil, como sollozo después del grito. Otra vez nos fuimos inconformes, prometiendo derribar la casa al amanecer y así lo hicimos. Contratamos dos grúas, sin importar el coste de la multa, y echamos la casa abajo. Fin del concierto.
Llegaron las once, las doce, la madrugada y la balada no apareció, por fin recobraba la tranquilidad; abrí el tragaluz sin miedo. Instantes después, entró una extraordinaria polilla de alas blancas que comenzó a debatirse contra las paredes y a revelarme una melodía que ya conocía. Asustado, la golpeé con un libro, dejándola pegada a una ventana. Encendí la luz y la miré de cerca, muy de cerca. En sus inmóviles alas saltaban ochenta y ocho punticos rojos, que conté uno por uno antes de echarla a la basura.
Katerine Pérez

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