Esa
tarde abrí el buzón y salió volando una mariposa nocturna de
grandes alas. Se posó en una begonia del jardín y revoloteó sobre
la calle hasta posarse en el camión de mudanzas parqueado frente a
la casa del viejo Frank. Los ayudantes del camionero desmontaron un
piano negro y un baúl. Al terminar, se fueron con la mariposa sobre
su techo.
Frank no recibía muchas visitas, quizá era una herencia o una compra, ese viejo está loco. La última vez que lo vi, fumaba en el portal. Entré desganado en la casa, la mariposa y el piano me habían atrapado. Una semana después, escuché decir que Frank había vendido la casa. Esa casita de tablas, de dos pisos, fue la compensación del gobierno al viejo, por haber peleado en las dos guerras. Al principio siempre estaba limpia y tenía un huerto con zanahorias y rábanos, pero después que su esposa murió, la casa comenzó a morir también.
Frank no recibía muchas visitas, quizá era una herencia o una compra, ese viejo está loco. La última vez que lo vi, fumaba en el portal. Entré desganado en la casa, la mariposa y el piano me habían atrapado. Una semana después, escuché decir que Frank había vendido la casa. Esa casita de tablas, de dos pisos, fue la compensación del gobierno al viejo, por haber peleado en las dos guerras. Al principio siempre estaba limpia y tenía un huerto con zanahorias y rábanos, pero después que su esposa murió, la casa comenzó a morir también.
Esa
noche algo me levantó de la cama, como una mujer caliente. Una
balada se coló por el tragaluz con el claro de luna. Debía ser el
nuevo vecino. Cuando amaneció, tomé un pequeño almendro del patio
para demostrarle hospitalidad y disimular mi curiosidad. El humo que
salía de la chimenea me indicó que se había despertado y tres
minutos después estaba frente a su puerta como un vendedor de
artículos inútiles. La mujer me abrió antes de tocar el timbre.
Soy Jack y traigo este arbolito para su jardín. Sonrió, cogió el
árbol y me invitó a pasar.
La
casa olía a viejo, aunque estaba vacía y la humedad del tabloncillo
refrescaba el espacio. Caminé hasta la cocina siguiendo sus
calcañales agrietados. Tenía los dedos largos y las manos blancas,
parecía de mármol salpicado con puré de tomate. Era una mujer
pecosa y alta, con el pelo como estambre. Me brindó una taza de té
y me contó que era bailarina retirada y que daría clases en el
pueblo. Como no me habló del piano, no le pregunté, aunque la
pregunta me saltaba dentro. Le agradecí el té e inventé una excusa
para que me enseñara la casa. Se negó diciendo que el piso superior
aún estaba sucio. Salí buscando el piano por todas las hendijas de
las puertas entreabiertas, bajo la escalera, por los rincones; solo
hallé la puerta principal echándome a la calle.
Pasaron
las horas y aquel día de agosto comenzó a parecer invernal. Y
arriba del tragaluz empañado se retorcían las nubes grises. Otra
vez las once y otra vez la balada, fría, escalofriante. Las noches
siguieron, una tras otra, y a las once comenzaba el concierto, la
música despertaba los muertos y dormía a los vivos, como canto
fantasmal. Hasta que una mañana me despertó un ruido humano. Todos
los vecinos fueron hasta su puerta, aun sin lavarse y vestirse. Le
pidieron que no tocara más el piano porque provocó pesadillas a los
niños. Ya sabía yo que de ese piano de cola no podía salir una
sola nota viva. Parecía hecho con madera de ataúdes.
Ella
negó ser pianista y dejó claro que no tenía ningún piano en la
casa, invitándonos a entrar y revisar. Así fue como todos buscamos
el instrumento y, efectivamente, no apareció. Las mujeres salieron
maldiciendo, hasta hubo quienes pusieron la casa en venta y se fueron
a un hotel. Ella se mantuvo firme, incluso alegó no haber escuchado
nunca una nota de piano desde su llegada. El almendro crecía en el
jardín. Esa tarde fui a casa de Walter, un camarada de Frank, y le
pregunté si tenía el número de teléfono del viejo, porque
necesitaba hacerle unas preguntas. Respondió que podía darme la
dirección del cementerio donde lo habían enterrado dos días antes.
Esa
noche esperé las once como se espera a un viejo amigo, y ahí,
puntual, estaba la melodía. Lo pensé unas cuantas veces antes de
cruzar la calle, frente a la casa ya estaban los Suárez y dos
familias más de la esquina. Juntos derribamos la puerta, volvimos a
buscar en los rincones, en cada agujero, pero esta vez no encontramos
ni el piano ni la dueña. Cuando salimos al jardín aún se escuchaba
la música, pero más débil, como sollozo después del grito. Otra
vez nos fuimos inconformes, prometiendo derribar la casa al amanecer
y así lo hicimos. Contratamos dos grúas, sin importar el coste de
la multa, y echamos la casa abajo. Fin del concierto.
Llegaron las once, las doce,
la madrugada y la balada no apareció, por fin recobraba la
tranquilidad; abrí el tragaluz sin miedo. Instantes después, entró
una extraordinaria polilla de alas blancas que comenzó a debatirse
contra las paredes y a revelarme una melodía que ya conocía.
Asustado, la golpeé con un libro, dejándola pegada a una ventana.
Encendí la luz y la miré de cerca, muy de cerca. En sus inmóviles
alas saltaban ochenta y ocho punticos rojos, que conté uno por uno
antes de echarla a la basura.
Katerine Pérez
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