miércoles, 28 de diciembre de 2016

Cuento: Muriendo en las calles


Son las cuatro de la madrugada. Aún no amanece, pero sus pesados ojos saben que deben abrirse otra vez, aunque su cuerpo ya no sienta deseos ni fuerzas para reaccionar. El otro empieza a caminar por el lugar sosteniendo cuerdas y tirantes, correas y bridas.
Un inesperado golpe sobre los maderos que rodean su corral termina despertándolo por completo en un sobresalto que, pese a ser habitual, le continúa causando la misma agitación. Aún no puede incorporarse, sus piernas no responden... ¡¿Cómo que no?!, tras los primeros golpes y vociferones, ya está de pie. Otra vez se deslizan, por sobre las mismas llagas, aquellas viejas cintas de cuero del día anterior y el anterior…
Bridas a la boca, parches a los ojos y de nuevo el coche a la espalda. Ya comienzan a andar, no hay tiempo que perder, deben ser de los primeros en la fila para poder comenzar el día ganando. Cuando llegan a la parada, alcanzan a octavos, es un mal presagio, significa que mínimo tardarán un par de horas para comenzar el trabajo y, por ende terminarán más tarde. Los primeros pasajeros del día se incorporan con rapidez, todos en su mundos, siempre apurados y urgentes, llenos de contratiempos y necesidades. Ya están los nueve arriba, sumando al sujeto a su lado derecho, pero un desesperado surge a último momento.
-¡No cabe, no cabe!- Protestaron los pasajeros y, aunque no se dieron cuenta, más protestó el viejo Jalisco.
-¡¿Cómo que no?! Si que cabe. Oiga señora, córrase un poco, hágame el favor que ya usted está arriba, pero piense en el infeliz que queda abajo.- Al puro estilo de chofer de guagua pública.
A empujones y no pocos reproches logran acomodarse todos, los once que, para empezar, deberían ser solo siete. La ronda comienza, las endebles patas de Jalisco se estremecen ante los primeros cuatro pasos. Se oye el crujir de las cuerdas sobre sus costillas expuestas que parecen querer atravesar la, poca y desprovista de carne, piel que las separa del exterior. Sus desgastadas herraduras irrumpen contra el piso pavimentado como molestos patines de metal que solo largos años de experiencia consiguen dar aplomo y que, con el peso excesivo, se dificultan más de lo normal.
Los lentos pasos del animal comienzan a impacientar al otro. Su mano se agranda hacia la izquierda haciendo tintinear las cadenas del látigo de goma. Jalisco sabe que debe apurar el paso y por un pequeño intervalo logra hacerlo, mas vuelve a desacelerar antes de llegar a la próxima esquina. Ahora, el tintineo es acompañado por un grito bien conocido por sus oídos y que lo estremece desde la crin hasta la cola…
-“¡AaaaaaaalloooO!, ¡Arre, caray!”
El niño cargado sobre las piernas de su madre se extiende como asustado por las palabras del otro, mas pronto comienza a imitarle instigado por su ella dentro de lo que parece un divertido juego: ¡Allo, allo, cary!, causando la simpatía del resto de los pasajeros. Pero antes de poder terminar su próximo “Allo…” ¡Saz! El primer latigazo de la mañana toma de sorpresa al pequeño y un llanto de pavor sustituye su sonrisa. Jalisco llorara también, pero ya no lo logra, hace mucho que dejó de relinchar rebelde ante los atronadores latigazos, ya su curtida piel parece no sentir, aunque sí lo hace. Su reacción no puede ser otra más que precipitar el trote y callar, porque si responde, sabe que lo que le espera no es cosa más que otro golpe. Además, esto solo sería el preludio de un largo, largo día.
El tráfico crece a medida que transcurren las horas y el pavimento caliente parece hervir bajo sus patas. Hasta que, antes de cruzar la calle: CONGESTIONAMIENTO. Un “carro encendido” espera en la esquina junto al resto de máquinas humeantes y el hocico de Jalisco viene a quedar justo en frente de la fumigante barrera de gases, pues no hay tiempo que perder, el otro no puede esperar unos segundos a distancia mientras los carros arrancan. Mientras, aprovecha la efímera pausa para vaciar la carga de excrementos del saco colgante en medio de la calle. Es siempre así, sus pulmones saturados de contaminación resisten incomprensiblemente, pero a su edad, Jalisco no respirará por mucho tiempo más.
Las caídas sobre las resbalosas calles de chapapote, sus infinitos días de sobrecarga, las largas jornadas de sed y hambre, el “buen trato” propinado ante cada nimiedad, más cada carrera desenfrenada a paso de látigo a las tantas de la madrugada tras todo un día de trabajo (pues al otro y sus amigos se les ocurrió tomarse la noche en una botella). Todo está ahí, en su mente, y bien registrado en cada marca de su cuerpo. Jalisco ya perdió la noción de cuándo fue su último buen baño (pues el agua de lluvia no cuenta) y cuándo la última noche que durmió tranquilo, (ya que, estando solo, a un caballo le es imposible, su instinto no se los permite). Jalisco aún no lo sabe, pero se está muriendo, se muere cada día un poco y cuando finalmente lo haga, por agotamiento o sencillamente lo sacrifiquen con tal de no ocuparse más de un caballo enfermo; otro será colocado en su lugar, bajo las mismas correas, otra vez resonará un “¡AaaaaaaalloooO!” en sus oídos y las cadenas del látigo de goma tintinarán para luego caer estremecido y cortante sobre su lomo. Pero, ¿a quién le importa? Solo se trata de otro, otro caballo muriendo en las calles.
Idania de la Caridad Salazar Cruz.

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