miércoles, 28 de diciembre de 2016

Cuento: Si vas a comer espera por Virgilio

A pesar de la oscuridad, puedo verlo. Señor, líbrame del hijo maldito. Y especialmente de estos deseos mal paridos que me persiguen como los días de la semana.
Si yo pudiera estrecharlo en mis brazos. Cantarle una canción de cuna. Ver el sagrado instante de su nacimiento. Desde que Alberto se marcho no hago otra cosa que tragarme la serpiente, morder el anzuelo de la soledad, con un coro de grillos acompañándome y los demonios ensayando en el techo, dividiendo mi cuerpo, jugando extraviarme entre las aguas que se deshacen en la honda cintura del verano.
Alucinando, sigilosamente sobre la redondez de la luz. Deshojándome. Descubriéndome mas allá de lo que puede ser un sueño.
Alberto. Templo que se hundía bajo la música de mis manantiales, deteniéndome en las noches donde se mecían animales del alma y brotaban las blancas criaturas que se fueron aferrando a mi, prendiendo cirios en mi memoria, eternizándome.
No soy más que la continuidad de mis muertes. Una mujer que se sienta a ver como otros suspiran y se quedan huecos. Calcinados.
Vivo con la misma puntualidad de los días. A pesar de los pájaros mortales. Y del temor por la ausencia del invierno… he sembrado el árbol más alto.
Aspirando. Bueno, chícharos con aceite de carro de embrión. Chícharos deliciosos, como este muchacho que me mira, buscando orientación en mis olores y grietas de mujer. Magias recién cortadas por el dolor y la asfixia.
Lo miro. No me reconozco. El me devuelve el instinto con la solemnidad de un ángel. Fatal. Demoledor. Convencional. Como para que yo amanezca aquí. Es la virtud de los que se pierden en el tiempo. De los vagabundos con aptitudes histriónicas. Desocupados como yo, que puedo hacer lo que me venga en ganas con la noche. Echármela al bolsillo sin objeción alguna. A la noche le encantaría, andar así, metida dentro de mi.
Tengo la posibilidad de escoger mi nombre. Evangelina. De Eva tengo poco, y de gélida menos. Por eso fui a parar al mismísimo cielo con Alberto. Allí comienzo a lamerme, mis manzanas como cúpulas encendidas, luminosas inflamaron su garganta. Deje que se deslizara. Más abajo la isla. Más abajo las aves. Mas abajo el paraíso y sus dioses. Yo saltando. Bravo. Estupendo. Eso es. La bestia. Lo tengo. Entra suave por el lateral derecho. Al centro. Un poco mas al centro. Lento. A correr. El escenario le queda chiquito. Bravo. Perro. Perrísimo. Auténtico. Otra vez. Que gire la plataforma. Se desangra. Apúrense. Allá va eso. Y eso que es. No estaba en el libreto. Se quema la trocha.
El diluvio. Se mojan. Aleluya. Ay, bravo. Bravito. Suave. Suavecito. Se mueren. Fallezco. Dios mío.
El bebe sonríe, ay esa piel de angelito. Esos dientes con el ansia de las fieras. Estoy a punto de quebrarme. Ilusionándome. Quién me viera dentro de esa boquita de pececito acabadito de nacer. Imagino esas manos ordenando los límites de mi piel. Su voz puede ser el alimento preciso para mis años.
Ya lo veo galopando con esos cabellos que gotean como pájaros sobre sus hombros.
Espero que la tierra germine, que me dé sus semillas. Que la lluvia me golpee, mientras el humo penetra en mi conciencia formando paredes de nube, círculos grises que irradian mi corazón. Siento que me fugo en dirección contraria. ¿Edipo o Yocasta?
Los puentes persiguiéndome. Él sabe seducirme. Me provoca. Se lame. Se pasa las manos por el ancho lago de sus muslos colocándome entre la pared y la espada. Tiene los ojos morados y líneas instintivamente prematuras alrededor de los párpados.
El sacrificio es enorme. Me levanto. Me siento. En qué sitio voy a guarecerme. Qué dialecto me inventaré cuando amanezca. Llegar. Estar. Ser. No ser. Y el animal extrañamente ebrio, desciende. Y yo perdida en mis nostalgias. Llena de él. Reduciéndome.
Pienso en la fabulosa aureola de los chícharos en acecho. Pan nuestro, dame hoy la masa compacta, las migajas de los bárbaros de Atila.
Pero estoy decidida a envejecer. A resurgir de mis cenizas. Sospecho que he contraído el Síndrome de D.G. (descojonamiento general).
Necesito un cura. ¿Será un cura? Un cuervo sería la solución. Cría cuervos y acuéstate. Camarón que se duerme le sacan filo por los cuatro costados. Así quiero sacarle el alma al angelito y mordérsela. Atiborrársela con esta mezcla de mujer joven.
Estoy como aprendiz de cazadora, sofocándolo, con esta mirada trastocada. Regia.
Emancipadora. Con la patria de fondo. Limpiando el brillo de su inocencia.
Me acordaré de Eva algún día. Dios me perdone. ¿O seré yo la que tengo que perdonar?
Alberto se llevó la mansedumbre de mis carnes. Mis manías. Desde el inicio siempre fueron las aguas. Ahora son las carnes curadas bajo la noche blanca. Las carnes de mi lozanía: pollo a la barbacoa. Ensalada mixta. Fricasé de cerdo. Carne en salsa. Ostiones. Espaguetis. Lomo ahumado. Y yo desnuda. Embarrándome. Añejada. Embarazada por las carnes. En el culto de la carne. Sazonando en el hoyo los conflictos de la carne. Alberto con el pollo en las entrañas. Arrancándole el pellejo. Cada vez más blanco. Cogiéndole bien el sabor. Los ostiones clamando por ser bebidos. Entrando e el mar. Abriéndose. El lomo en ebullición. Yo, rogándole que vuelva a sacarme las ojeras. El lomo como el lomo de los caballos. Alberto con el cerdo abacorándose. Yo tocándome. Con el alma a chorros. Diciéndole: sigue, sigue y come que largo camino te resta. Sus bigotes rojizos, derritiéndose. Los espaguetis apartando pedazos de mí. La reencarnación. Cordero. Carnero. La oveja berrea. Petición denegada. Mortifícate. Acuérdate, yo soy el pastor. Ya. Ya bajan los seres. Y la ensalada se queda. Aprovecha. Échatela en la boca. Dame. Cuidado. El letrero dice: recta peligrosa. Cuidado. Cuidado. Coño. Sujétate, que nos quedamos sin las carnes. Apetitosa.
Otra vez el angelito frente a mí. Quiero arrullarlo. Naufragar en su boca. Hacerlo arañar las paredes. Verlo revolcarse. Gritar. Estar como una isla rodeada por sus aguas. El vuelve a recorrer con sus manos el inmenso lago. Yo espero el alba, desentrañando su sombra, dibujando mi silencio en su interior. Sus ojos parecen ahogarse en mis bosques. Estoy pálida. Consumiéndome.
Mis sueños ululan en el viento. Yo también estoy a punto de convertirme en una isla. Con jardines en los atardeceres. Los jardines me llevan a ver el sol en las mañanas melancólicas con al certeza de haber muerto en un lugar desconocido.
Mi soledad cabizbaja deambula por calles y parques. Gorriones de la noche. Mis pies han crecido amoldándose a la madrugada. Entrañable. Masturbándose.
Yo tendré que levantarme más temprano, e irme acostumbrando (yo también) al puré San Germán. 

Maribel Feliú


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