A pesar de la oscuridad, puedo verlo. Señor, líbrame del hijo
maldito. Y especialmente de estos deseos mal paridos que me persiguen
como los días de la semana.
Si yo pudiera estrecharlo en mis brazos. Cantarle una canción de cuna. Ver el sagrado instante de su nacimiento. Desde que Alberto se marcho no hago otra cosa que tragarme la serpiente, morder el anzuelo de la soledad, con un coro de grillos acompañándome y los demonios ensayando en el techo, dividiendo mi cuerpo, jugando extraviarme entre las aguas que se deshacen en la honda cintura del verano.
Si yo pudiera estrecharlo en mis brazos. Cantarle una canción de cuna. Ver el sagrado instante de su nacimiento. Desde que Alberto se marcho no hago otra cosa que tragarme la serpiente, morder el anzuelo de la soledad, con un coro de grillos acompañándome y los demonios ensayando en el techo, dividiendo mi cuerpo, jugando extraviarme entre las aguas que se deshacen en la honda cintura del verano.
Alucinando,
sigilosamente sobre la redondez de la luz. Deshojándome.
Descubriéndome mas allá de lo que puede ser un sueño.
Alberto.
Templo que se hundía bajo la música de mis manantiales,
deteniéndome en las noches donde se mecían animales del alma y
brotaban las blancas criaturas que se fueron aferrando a mi,
prendiendo cirios en mi memoria, eternizándome.
No
soy más que la continuidad de mis muertes. Una mujer que se sienta a
ver como otros suspiran y se quedan huecos. Calcinados.
Vivo
con la misma puntualidad de los días. A pesar de los pájaros
mortales. Y del temor por la ausencia del invierno… he sembrado el
árbol más alto.
Aspirando.
Bueno, chícharos con aceite de carro de embrión. Chícharos
deliciosos, como este muchacho que me mira, buscando orientación en
mis olores y grietas de mujer. Magias recién cortadas por el dolor y
la asfixia.
Lo
miro. No me reconozco. El me devuelve el instinto con la solemnidad
de un ángel. Fatal. Demoledor. Convencional. Como para que yo
amanezca aquí. Es la virtud de los que se pierden en el tiempo. De
los vagabundos con aptitudes histriónicas. Desocupados como yo, que
puedo hacer lo que me venga en ganas con la noche. Echármela al
bolsillo sin objeción alguna. A la noche le encantaría, andar así,
metida dentro de mi.
Tengo
la posibilidad de escoger mi nombre. Evangelina. De Eva tengo poco, y
de gélida menos. Por eso fui a parar al mismísimo cielo con
Alberto. Allí comienzo a lamerme, mis manzanas como cúpulas
encendidas, luminosas inflamaron su garganta. Deje que se deslizara.
Más abajo la isla. Más abajo las aves. Mas abajo el paraíso y sus
dioses. Yo saltando. Bravo. Estupendo. Eso es. La bestia. Lo tengo.
Entra suave por el lateral derecho. Al centro. Un poco mas al
centro. Lento. A correr. El escenario le queda chiquito. Bravo.
Perro. Perrísimo. Auténtico. Otra vez. Que gire la plataforma. Se
desangra. Apúrense. Allá va eso. Y eso que es. No estaba en el
libreto. Se quema la trocha.
El
diluvio. Se mojan. Aleluya. Ay, bravo. Bravito.
Suave. Suavecito. Se mueren. Fallezco. Dios mío.
El
bebe sonríe, ay esa piel de angelito. Esos dientes con el ansia de
las fieras. Estoy a punto de quebrarme. Ilusionándome. Quién me
viera dentro de esa boquita de pececito acabadito de nacer. Imagino
esas manos ordenando los límites de mi piel. Su voz puede ser el
alimento preciso para mis años.
Ya
lo veo galopando con esos cabellos que gotean como pájaros sobre sus
hombros.
Espero
que la tierra germine, que me dé sus semillas. Que la lluvia me
golpee, mientras el humo penetra en mi conciencia formando paredes de
nube, círculos grises que irradian mi corazón. Siento que me fugo
en dirección contraria. ¿Edipo o Yocasta?
Los
puentes persiguiéndome. Él sabe seducirme. Me provoca. Se lame. Se
pasa las manos por el ancho lago de sus muslos colocándome entre la
pared y la espada. Tiene los ojos morados y líneas instintivamente
prematuras alrededor de los párpados.
El
sacrificio es enorme. Me levanto. Me siento. En qué sitio voy a
guarecerme. Qué dialecto me inventaré cuando amanezca. Llegar.
Estar. Ser. No ser. Y el animal extrañamente ebrio, desciende. Y yo
perdida en mis nostalgias. Llena de él. Reduciéndome.
Pienso
en la fabulosa aureola de los chícharos en acecho. Pan nuestro, dame
hoy la masa compacta, las migajas de los bárbaros de Atila.
Pero
estoy decidida a envejecer. A resurgir de mis cenizas. Sospecho que
he contraído el Síndrome de D.G. (descojonamiento general).
Necesito
un cura. ¿Será un cura? Un cuervo sería la solución. Cría
cuervos y acuéstate. Camarón que se duerme le sacan filo por los
cuatro costados. Así quiero sacarle el alma al angelito y
mordérsela. Atiborrársela con esta mezcla de mujer joven.
Estoy
como aprendiz de cazadora, sofocándolo, con esta mirada trastocada.
Regia.
Emancipadora.
Con la patria de fondo. Limpiando el brillo de su inocencia.
Me
acordaré de Eva algún día. Dios me perdone. ¿O seré yo la que
tengo que perdonar?
Alberto
se llevó la mansedumbre de mis carnes. Mis manías. Desde el inicio
siempre fueron las aguas. Ahora son las carnes curadas bajo la noche
blanca. Las carnes de mi lozanía: pollo a la barbacoa. Ensalada
mixta. Fricasé de cerdo. Carne en salsa. Ostiones. Espaguetis. Lomo
ahumado. Y yo desnuda. Embarrándome. Añejada. Embarazada por las
carnes. En el culto de la carne. Sazonando en el hoyo los conflictos
de la carne. Alberto con el pollo en las entrañas. Arrancándole el
pellejo. Cada vez más blanco. Cogiéndole bien el sabor. Los
ostiones clamando por ser bebidos. Entrando e el mar. Abriéndose. El
lomo en ebullición. Yo, rogándole que vuelva a sacarme las ojeras.
El lomo como el lomo de los caballos. Alberto con el cerdo
abacorándose. Yo tocándome. Con el alma a chorros. Diciéndole:
sigue, sigue y come que largo camino te resta. Sus bigotes rojizos,
derritiéndose. Los espaguetis apartando pedazos de mí. La
reencarnación. Cordero. Carnero. La oveja berrea. Petición
denegada. Mortifícate. Acuérdate, yo soy el pastor. Ya. Ya bajan
los seres. Y la ensalada se queda. Aprovecha. Échatela en la boca.
Dame. Cuidado. El letrero dice: recta peligrosa. Cuidado. Cuidado.
Coño. Sujétate, que nos quedamos sin las carnes. Apetitosa.
Otra
vez el angelito frente a mí. Quiero arrullarlo. Naufragar en su
boca. Hacerlo arañar las paredes. Verlo revolcarse. Gritar. Estar
como una isla rodeada por sus aguas. El vuelve a recorrer con sus
manos el inmenso lago. Yo espero el alba, desentrañando su sombra,
dibujando mi silencio en su interior. Sus ojos parecen ahogarse en
mis bosques. Estoy pálida. Consumiéndome.
Mis
sueños ululan en el viento. Yo también estoy a punto de convertirme
en una isla. Con jardines en los atardeceres. Los jardines me llevan
a ver el sol en las mañanas melancólicas con al certeza de haber
muerto en un lugar desconocido.
Mi
soledad cabizbaja deambula por calles y parques. Gorriones de la
noche. Mis pies han crecido amoldándose a la madrugada. Entrañable.
Masturbándose.
Yo
tendré que levantarme más temprano, e irme acostumbrando (yo
también) al puré San Germán.
Maribel Feliú
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