miércoles, 28 de diciembre de 2016

Cuento: Una llave para la casa de ladrillos


Estaba cerca de la ventana, en la última mesa. La taza permanecía vacía en el plato mientras las moscas revoloteaban, tratando de posarse y sorber algo del fondo. Ella lo impedía con un movimiento seco de cuando en cuando, mientras la otra mano subía y bajaba de la mesa a la boca, dejando una estela de humo. Era bastante vieja, y parecía cansada. Su camisa era de una tela que había dejado de usarse hacía más de diez años. Las manos eran fuertes, cuadradas, con uñas cortas y sortijas baratas de hombre.
La muchacha que atendía las mesas, aburrida, la miraba a veces de reojo desde su apoyo en el mostrador del fondo. El local sin clientes bostezaba a través de sus cristales: bocas abiertas a la calle, toda llena de sol y de gente que pasaba, inconsciente de ser observada desde aquel mirador en penumbras.
La calma fue rota por la entrada de una muchacha. La india gorda que colaba el café levantó la cabeza, el mudo sentado junto a la puerta de los baños se sobresaltó al verla pasar por su lado; y la mesera se preguntó si vendría a comprar cigarros, derecho al mostrador, o si se habría equivocado de sitio. Las tres miradas convergieron sobre ella.
Veinte años, cejas fruncidas, huellas de barros mal cuidados en la cara, dientes menudos y blanquísimos entre los labios sin pintar. Caderas de curva soberbia moviéndose dentro de una faldita descolorida con el zipper cosido hacia afuera; los senos, oscilando libremente bajo un tope con tirantes desiguales. Debajo de uno de sus ojos, grandes y dorados como monedas, tenía un hematoma.
Fue derecho a la mesa donde la otra, la vieja invernal, la veía acercarse con una extraña luz de sumisión y temor en la mirada. Se quedó frente a la mesa unos segundos, hasta que dijo:
--Vine para que me des mi llave. --La voz era tan basta como su aspecto. La vieja tuvo un fruncimiento instantáneo de cejas, pero no contestó. Se limitó a acomodar cuidadosamente la caja de cigarros, la fosforera y su taza de café vacía en el lado opuesto de la mesa--. Oye, mija, ¿tú estás sorda? Te dije que me des mi llave.
La otra levantó la vista y recorrió rápidamente el local de un vistazo. Casi murmuró, con una sorprendente voz de tenor:
--Hazme el favor de sentarte primero, Martica. Mira dónde estamos.
La joven se llevó el pulgar a la boca con aire de desconcierto, pero casi enseguida se rehízo y lo sacó para decir con voz un poco más baja:
--Para qué sentarme si yo nada más vengo a buscar mi llave. Dejé la puerta entrejunta y si nos llevan todas las cosas va a ser culpa tuya, Caridad.
--Mija, por un minuto que te sientes no se van a robar las cosas; tómate un café --y añadió, dirigiéndose a la mesera--: tráeme dos cafés más, hazme el favor.
La recién llegada, con un gesto brusco, separó una banqueta de la mesa y se dejó caer en ella, lo que le costó un balanceo imprevisto: la banqueta estaba coja. El mudo miraba la curva de sus nalgas, que la nueva postura hacía ver más tensas y redondas. Ella apoyó los codos en la mesa y la cara en las manos, mientras decía en voz baja:
--Total, si tú nunca en la vida me trajiste aquí, tú venías todas las noches y a mí me dejabas encerrada en la casa.
--Martica, mi amor… --la voz de tenor viejo se había vuelto suplicante.
--¡A mí no me digas eso, Caridad! –la interrumpió la otra--. No me digas eso, que yo te dije después que me diste tantos golpes que no voy a tener más nada contigo, que me des la llave es lo único que quiero, para irme al carajo.
La mesera llegó con una bandeja donde venían las tazas y platitos blancos, fileteados de azul, que desentonaban con la azucarera de barro vidriado carmelita y las cucharitas sombreadas por una costra oscura. Las dos mujeres se quedaron en silencio mientras ella ponía todo en la mesa. Caridad echó dos cucharaditas colmadas en cada taza y preguntó a la mesera:
--¿Cuánto te debo?
--Con el otro, son tres, así que es…uno sesenticinco.
La vieja sacó del bolsillo un billete y se lo entregó. La mesera fue al mostrador a buscar el vuelto mientras las mujeres revolvían el café muy despacio. Cuando la mesera puso las monedas húmedas sobre la mesa y se alejó, Caridad dijo, susurrante:
--Ahora yo quiero que tú me expliques para qué pinga quieres una llave.
La otra estaba distraída con el juego de remover el café con la cucharita dentro de la taza minúscula, cuidando no derramarlo. Levantó la cabeza, la miró con odio, y dijo, sin despegar apenas los labios:
--Oye, comemierda, tú sabes muy bien para qué pinga yo la quiero. Te lo dije antier, te lo volví a decir ayer y como aquí no me puedes dar, te lo vuelvo a repetir: de la casa no me voy, así que quiero mi llave para entrar y salir cuando me dé la gana. ¡Te lo juro por mi madre: si no me la das, voy a ir a tu trabajo y te la voy a pedir delante de todo el mundo!
Mientras hablaba, repetía un pequeño tic, ensortijando un mechón de cabellos en el dedo, compulsivamente. Se quedó con la boca entreabierta y la mirada rabiosa, fija en la otra. La vieja tiró la cucharita, que golpeó con fuerza la mesa.
--La comemierda eres tú si crees que te voy a dejar en MI casa. Si no quieres nada más conmigo, santo y bueno, pero te estás largando ya, para tu monte o para donde tú quieras --después de decir esto, se dedicó a beber sorbitos de café mirando hacia la calle.
La joven ripostó enseguida, con sorna:
--Sí, graciosa, me voy a ir, sí. --Se inclinó sobre la mesa, rozando casi con los senos la taza de café--: Cuando yo te conocí te lo dije bien claro, que si me traías para acá me ibas a tener que soportar toda la vida, que para casa de mami no volvía. Además, yo tuve que cargar mucho ladrillo, batir mucha mezcla, jugarme el pellejo y vender mucho café clandestino para hacer esa casa, así que es tan mía como tuya, ¿oíste, Caridad? Tan mía como tuya.
Al final torció la boca y se quedó mirando fijamente su taza, llena aún. La vieja, sin mirarla, había oído su discurso afirmando sarcásticamente con la cabeza, con una semisonrisa desdeñosa. Al salón entraron dos viejos, que saludaron a la mesera y a la india gorda, y se sentaron a una mesa pegada también a la ventana. La vieja les echó una rápida ojeada y dijo, con saña:
--Tú lo que quieres es seguir ahí para ver a Zoila. Parece que tú crees que yo soy verraca, ¿no? Eres una puta mala, pero en mi casa no te la vas a templar.
Su voz era apenas audible, pero la mirada se derretía de odio. La otra había bajado la vista, después de hacer un gesto de fastidio con labios y cabeza. Bebió un sorbo de café y volvió la cabeza hacia la ventana. Caridad también bebió un sorbo y prendió un cigarro. En esta especie de tregua, ambas parecieron recogerse en sí mismas, empequeñecerse.
La mesera fue a servir agua a los viejos de la otra mesa. El tono de la muchacha ya no era colérico cuando volvió a hablar, salmodiando con falso cansancio:
--Ay, coño, qué yo habré hecho para que tú pienses esas cosas, Caridad. Coño, yo que he estado al lado de ti tres años, te he lavado, planchado, cocinado, te he atendido… Y todo por gusto…La Zoila esa la llevaste tú, Caridad, tú fuiste quien la llevaste, la invitabas a tomar, a comer en la casa, y todo para empezar después a joderme la existencia: que le enseñaba las nalgas, que salía con la bata clarita para que ella me vacilara…dime si no fue así, Caridad…Y yo nunca he llevado a nadie a la casa, yo ni salgo, ni conozco nada…
La otra fumaba y la miraba. Después de un rato, dijo:
--¿Y el sábado, cuando llegué y estabas en la cama y ella casi arriba de ti, Martica? ¿Qué hacían, conversar, o fueron imaginaciones mías?
La joven se inclinó hacia la otra con vehemencia y respondió:
--Pero si yo te lo expliqué, Caridad, te dije que ella me estaba sacando un granito de la cara, es verdad que a lo mejor era sonsacándome, a lo mejor es verdad que yo le gustaba, pero jamás me dijo nada ni yo hice nada con ella, yo te lo juro, Caridad. ¿Tú crees que yo quiero estar con esa chusma, con esa mancha en la cara, y horrible? Tú sabes que yo nunca he querido estar con nadie si no es contigo, que mil gentes que tú creías amigas tuyas me han rogado para ser mi compromiso y yo nunca…¡Acuérdate, Caridad! Yo, que vivo encerrada en la casa para que tú no te pongas brava, que te he dado lo mej…
Se interrumpió porque le había subido un sollozo. Estaba soltando lagrimones que empezaron a rodar por la cara y ella los secó rápidamente con el dorso de las manos prietas, de uñas cortas y percudidas de carbón.
La vieja se puso a recorrer con el dedo el borde del cenicero. Miraba tan pronto la boca y los ojos de la muchacha como la taza, el platillo, los viejos de la mesa vecina, las moscas. Estuvieron calladas un rato, evitando mirarse sin poder lograrlo del todo. Al fin, la vieja dijo, dando un golpecito en la mesa:
--Ando con el dinero de tus tennis hace una semana. --Y miró a la calle, aparentando indiferencia.
La muchacha buscó su mirada, con asombro. Mordisqueó un momento su pulgar y luego dijo:
--Total, gástatelo en ron.
La vieja volvió los ojos, despacio, con un tenue temblor en los labios:
--Pensaba dejarlos para tu cumpleaños...
Su mirada de súplica se encontró con la otra, llena de incredulidad, hasta que la joven, confusa, preguntó:
--¿Los de cordoncitos amarillos?
La vieja sonrió:
--Creo que mejor aprovechamos y vamos a la tienda ahora mismo.
La muchacha le respondió con una sonrisa abierta, magnífica. Se pusieron de pie al mismo tiempo y caminaron hacia la salida. La vieja iba delante, tiesa y marcial. La joven, sonriendo y apartándose las greñas de la cara, la seguía dando saltitos, como un cachorro. La mesera y la gorda estuvieron mirándolas hasta que se fundieron con el sol de la calle.
Los viejos de la mesa vecina también se quedaron mirándolas, y uno de ellos, de gruesa nariz roja, le dijo al de su derecha:
--Oye, ¿tú te fijaste en la jovencita?
--¿Es la que estaba borracha el otro día en el hotel, la gritona?
--Sí, chico, esa misma, la que subió con una bajita, de...
--La de la mancha grande en la cara, una mancha de ésas, de nacimiento...
--Esa misma. Que después, cuando estaban en su cosa, dice Papo que armaron una gritería del cará, se oía en todo el pasillo... Yo estaba en la carpeta cuando salieron y la chiquita ésta iba cayéndose. Me dejaron veinte baritos.
--Pues cuando yo las bajé en el elevador, la de la cara manchada le decía a ésta: Mima, no le pidas más la llave y haz las paces con ella, acuérdate que la semana que viene tenemos que aprovechar. Cuando ella se vaya para el viajecito ese del trabajo, levantamos la pared de ladrillos y tú verás qué rápido dividimos esa casa.

Mariela Varona

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